sábado, abril 28, 2007

Lisboa, sobre siete colinas

Dicen que Ulises, estando en Portugal, se enamoró de una lusitana a quien abandonó cuando regresó a Grecia. Ella lloró tanto su partida que se convertió en serpiente y fue en su busca. Así, con su sinuoso andar, contruyó las siete colinas sobre las que descansa Lisboa.
Hoy vemos la ciudad desde arriba y comenzamos nuestra visita desde la plaza del Teatro Nacional y caminar hasta el elevador de Santa Justa, que te lleva al mirador. Insustituíble esa imagen desde lo alto, los tejados, el tejido de las calles y plazas, las buhardillas, las iglesias, el río a lo lejos

Me emocionan estos cuadros vivos que se pintan con la luz y el color de los días.

Disfruto cada ángulo del horizonte y de ese vertiginoso despliegue de claridad que del día que lo hace aún más emocionante. Desde lo más alto del mirador, volvemos a bajar la escalera de caracol. Ahora el turno es de ellas,

que se reúnen con parte del grupo para esperar a los demás

¿Quién ha ido a Lisboa y no ha subido en ese ascensor? ¿Quién no ha montado en tranvía?

Eso hacemos para subir hasta el mirador de Santa Lucía un momento, antes de caminar por las calles del distrito de Alfama,

admirar algunos de los instantes de imágenes eternas

y de sentarnos a tomar un café y charlar con uno de los poetas que a menudo releo y que me sigue llenando de sorpresas, Fernando Pessoa

Hoy Carlos nos lleva a comer a su tasca favorita, al restaurante donde come muchos días. La comida es deliciosa, las entradas, el bacalao, los calamares, el vino de la casa, el postre; los platos tan abundantes que asustan (se nos vuelve a olvidar compartir un plato para dos). Esta sí es nuestra primera comida con el resto del grupo, todos juntos. Ya somos doce, un número perfecto.

Nuestra última mirada desde lo alto la hacemos dede el castillo de San Jorge, castillo que originalmente fue morisco para luego convertirse en palacio y prisión y más tarde pasar a ser el recinto tranquilo que hoy acoge a turistas y desde donde la ciudad se vislumbra y te empequeñece. La vista vuelve a ser espectacular

El paseo lo hacemos léntamente, recorremos los rincones del castillo, sus jardines, sus terrazas y corredores. La ciudad se siente plácida desde esa altura. Luego bajamos una vez más hasta el mirador de Santa Lucía. Es imposible resistirse al encanto de esta sencillez y su espacio

Antes de que se vaya el sol, cuando ya la luna ha salido, vemos la catedral

El día se nos termina pero aún la noche vive, y lo hace con fado. Vamos a escucharlo a un lugar del Barrio Alto, Machado. Es un sitio en el que se cena o se toman copas y escuchas música. El respeto por la música es maravilloso. Nadie hace ruido cuando los músicos tocan y cantan, nadie se mueve, todos escuchan. No hay amplificación pero todo se oye. Nos cuenta Carlos que el fado es sentimiento, que hay que entender la letra. Y a pesar de no entenderla, la música en sí y la expresión de los cantantes son suficientes para emocionarte. El cuerpo de los cantantes no se viste de movimiento pero igual, lo hermoso de su cantar te llega al alma.

Nos hacemos amigos de João Alberto, que toca guitarra portuguesa (el instrumento con forma de bandurria grande, de doce cuerdas) y del violista (a la guitarra española la llaman viola), Júlio Garcia, y hablamos un rato con ellos. Las ciudades no serían lo que son sin su gente. Hablando esta noche con João vuelvo a sentir esa dulzura y amabilidad que he sentido con otras personas portuguesas en estos días, un respeto por el otro, una amabilidad única y particular.

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