En uno de mis primeos viajes a Sudamérica fui a Maule, un pueblecito chileno en la octava región, cerca de Coronel, de Concepción, por allí donde el Bío-Bío reclina sus aguas y el mar permea razones. Ya las minas de carbón no producen. Los alemanes llegaron, recogieron lo que necesitaban y cuando la producción se fue agotando, regresaron a su tierra. Apellidos alemanes se quedaron en el pueblo, ojos verdes y tez clara entremezclada con otra tez más oscura, ojos negros, formas que el legado de pueblos originarios dejó como huella.
Y nadie más chileno que esos niños de Maule. Nada más maravilloso que su mirada confiada, su sencillez
Niños conscientes de que su destino es permanecer ahí, que es difícil salir del pueblo, que sus papás no tienen dinero para mandarlos a estudiar a la ciudad. Cómo les explicas que sí se puede, que hay medios, que siempre hay una posibilidad. ¿Se puede? ¿Hay medios? Optimista y siempre esperanzada, llegué pensando que sí, que todo se puede. Vivir de cerca otra realidad me dejó dudas. Eso sucedió en julio de 1996. Era invierno y llovía en Maule.
En febrero de 1997 fui a Bolivia. No estaba preparada para encontrarme esa ciudad que hilvana sus casas en la brecha de la montaña, ni su realidad social con mil razones que no llegas a entender y una pobreza tan brutal que las calles de Maule o el futuro de sus niños hasta se dejan ver como triunfo. Pero creo que lo que más me costó asumir fue el contraste y la desigualdad entre pobres y ricos, y de qué forma tan obvia el racismo y las diferencias de clase parecen estar asumidas
Para ese entonces una de mis hermanas tenía amadrinado a un niñito boliviano, Élmer. Le fuimos a visitar. Vivía en El Alto, la ciudad de más de un millón de habitantes que comenzó como barrio de La Paz y hace pocos años adquirió el estatus de ciudad. A ella llegaron muchos campesinos que emigraban a la ciudad en busca de trabajo para ganarse la vida. El Alto se llama así porque está en lo más alto de la montaña, ahí, muy pegadito al cielo. Y es curioso que sean los pobres los que más arriba viven porque en muchos otros lugares, parece que son siempre los ricos los que a las cimas y lomas (verdes o no) llegan.
Cuando llegas al Alto te das cuenta de lo que realmente es la pobreza. El aire te rompe las mejillas, el sol te abrasa, el tejado es hojalata, en esas cuatro paredes no hay puerta, el suelo es tierra, la gallina duerme muy cerca. En la escuela no hay nada, nada, algún pupitre en algún aula, una pizarra si acaso. Allí encontramos a Elmer. No quería acercarse porque pensaba que íbamos a llevárnolos. O algo. Hablamos con él, le tranquilizamos, estuvimos un rato juntos, fuimos a su casa, los dos espacios donde vivía su familia numerosísima.
Mucha pobreza. Mucha pena. Te sientes impotente, empequeñecido. A la vez, ver todo eso te hace sentir los pies en la tierra, entender lo que tienes o lo que no tienes. Entender, más que nada, la riqueza que te da el tener opciones y el poder controlar mucho de lo que pasa en tu vida.
Desde entonces, sobre todo en viajes por América Latina, he visto mucha pobreza, muchos niños muy necesitados y desatendidos. Me doy cuenta de que vivo en una sociedad privilegiada, tanto aquí como en España, que nunca me falta comida, ni ropa, ni otras muchas cosas. Sí, llevo muchos años
amadrinando a niños bolivianos y participando de vez en cuando en conciertos benéficos aquí y allá. Pero todo parece ser muy poco y nunca suficiente porque la pobreza no termina. Las cifras son alarmantes.
¿Cómo decirle a niños nacidos en la pobreza y la necesidad que mucho de lo que se propongan en la vida lo pueden llegar a alcanzar?