Pensé que a medida que nos hacíamos mayores aprendíamos a ser un poco más considerados con los demás, o respetuosos más bién. Hoy me doy cuenta de que el ser respetuoso o el pensar en los demás, debe ser algo que pertenece a cada uno y que nada tiene que ver con la edad.
Nada peor que ir a una sesión de yoga, colocar tu alfombrilla, buscar el espacio en la sala para poder tener un huequecito frente a un espejo, esperar a que vaya llegando la gente. Ver entrar a un señor de unos...digamos cincuenta (más para más que para menos) y que viste camiseta naranja (por si acaso quería pasar desapercibido), y contemplar cómo coloca su alfombrilla justo delante de tí, ocupando mucho espacio, mucho de ese espejo en el que pudiendo caber tres personas, de repente el único que se puede ver es él. No se molesta en moverse ni un centímetro. Ni se lo piensa. Comienza la clase. Esta persona se mueve al contrario que todo el mundo, la izquierda de todos es su derecha. Su equilibrio...bueno, dejémoslo. Imposible estar detrás de él. Me muevo, me cambio de lugar. Me olvido de él. Hacia el final de la clase, su teléfono móvil suena, contesta ahí mismo, a voces, camina con fuertes pisadas, sale de la sala para continuar su conversación telefónica. Regresa, recoge su alfombrilla y se va de nuevo con las mismas pisadas fuertes y sonoras. Menos mal que la sedación del yoga alivia cualquier mal pensamiento vagabundo. Claro que también debo culpar a alguien por la desarticulación y la distracción que se siente después de que no se ha hecho yoga por un año. Mi cuerpo oxidado va a protestar mañana pero ya le contaré que el señor de naranja me distrajo y no me dejó moverme con la suficiente armonía.
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