En este país en el que muchas cosas son cuadriculadas, todo pensado y dispuesto, las citas puntuales, el esquema tan predecible como su naturaleza le dicta, es extraño que ocurran cosas como la de la odisea de la secadora: llevo ya más de un mes esperando por una pieza que hay que cambiar en la secadora. Primero vienen a ver por qué tino funciona el aparato y pagas 80 dólares por esa visita. Son cinco minutos lo que el doctor tarda en diagnosticar. La secadora es vieja y el motor se ha agotado. Lo entiendo. Le pregunto si merece la pena arreglarla o comprar una nueva. No se atreve a decir pero él se inclinaría por comprar una nueva. Me da presupuesto de lo que costaría arreglarla. (Por poco más, una nueva.) Con todo detalle explica lo que cuesta la visita de hoy, lo que costará la pieza si decidimos arreglarla, la mano de obra cuando vengan a instalar. Y se encarga de decirme que si recibo una encuesta para evaluar sus servicios, si lo califico con menos de... digamos un 4 (lo máximo es 5), no le pagarían igual sino un poco menos. No digo nada. Me quedo pensativa por un momento. El doctor tiene prisa; es bajito y nervioso, parece entendido y eficiente. Nada en su contra.
El lunes llamo a la compañía para decir que la arreglamos, que por favor encarguen la parte que corresponde. A los dos días llama el doctor y me dice que será dentro de dos semanas (¡dos semanas!) cuando venga, la pieza tarda en llegar una semana y luego hay que esperar a que el ordenador muestre un hueco para su visita, que no podrá ser hasta el sábado 17, a las 8 de la mañana (¡las ocho de la mañana!). Abro la puerta, los ojos desperezándose con desgana. El doctor entra y baja a su lugar de trabajo. Me dice que no necesita nada y me pongo a preparar café, esa rutina. A los diez minutos me llama: "tengo malas noticias, pidieron un motor que no era, han enviado una parte equivocada". No digo nada, no me quejo, estoy demasiado dormida. Que el lunes llama para decirme cuándo la envían. No llama, llamo el martes: que no sabe cuándo pero que probablemente hasta la próxima semana.
Ayer por fin deja mensaje para decir que hoy venía, de 10 a 12. Hay que esperar, estar, cambiar todo, arreglar y desarreglar, y esperar a que llegue. ¿Qué se puede hacer?. Son las 11:45 cuando llega. Y lo que debería ser un trabajo de 10 minutos se convierte en una hora. Hago un bizconcho de naranja (¿le gustará al vecino maravilloso que quita nieve?) y unas empanadas, y me olvido de todo hasta que el doctor llama de nuevo. Presiento negativo. Bajo y le digo que no me diga lo que no quiero escuchar. "Entonces no le digo", responde, y rápido me cuenta que el motor que mandaron es defectuoso, que lo siente. ¿Que lo siente? ¿Y yo? ¿Después de tanta espera? Se las dije todas, que si tomadura de pelo, que ya más de un mes, que si hubiera sido en otra época del año no importaria tanto, que ya sabía que él no tenía la culpa pero que la compañía, que qué, que el derecho a un buen servicio, que ofrecí pagar más si hacían el envío de un día para otro, que haber tenido que cambiar el horario del día para poder estar aquí, que... ¿Qué se puede hacer? Nada. Esa es la respuesta ahora y la de muchas otras veces en situaciones parecidas. Tú pagas pero no te corresponde ningún derecho, no en este tipo de cosas. Llamo después a la supervisora, le cuento la historia, la odisea. Amablemente, me deja hablar. Eso es todo. Ahí se termina el protagonismo de la secadora. Hay que esperar una semana más para que vuelva a vivir.
En este país en el que por todo te cobran, donde la mano de obra es tan cara y donde todo se espera que funcione a la perfección y sin contratiempos, cuando eso no pasa, te sorprende más que en otros lugares. Pero pasa. En otros sitios tal vez hemos tenido que aprender a aceptar la ineficacia, el descuido y la dejadez más rápidamente porque con más frecuencia ocurren este tipo de historias. ¿Quién me cuenta la siguiente?
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