La vida de los pueblos pequeños reúne la sabiduría de muchos años de sobrevivir a mil abatares y mil dificultades, la no tan fácil comunicación por tierra de años atrás, las carencias económicas en regiones no muy agraciadas con tierras de cultivo o de pastoreo. Hace poco hablábamos de lo mucho que en un pueblo pequeño como este siempre hemos reciclado: las mondas para los cerdos del señor tal, estos restos para las gallinas de la señora cuál, el bote vacío para esta mermelada, aquel para cocer al baño maría y guardar. Se secaban los higos, se guardaba la fruta en el desván para que se conservara un poco mejor, se metían los quesos en aceite, se hacía el vino para el año, las conservas, las mermeladas, el membrillo. Se comían las frutas o verduras de la época, te subías a los cerezos a comer las cerezas, recogías fresas, escarapuchabas y comías castañas. El pan y la leche se compraban a diario, y el queso fresco, se veía hacer. Recién hecho, recién recogido. Comida orgánica, ecológica -en cada país un nombre, la misma moda, la misma necesidad, la misma tendencia a volver a lo natural-. Y por si acaso no se comía suficiente proteína, se hacía la matanza, anualmente, después de haber engordado el cerdo, en época de frío para que la carne pudiera secar. El embutido serviría para el resto del año, el tocino también, para dar sabor a otros guisos, para comerlo tal cual. Se hacía jabón con las grasas sobrantes, morcillas, tortas de chichorra para satisfacer el dulce paladar de los más chiquillos. La sangre se freía, las costillas se preparaban para hacerlas durar. Nada se tiraba.
Y hoy estamos haciendo chorizos. No hemos matado un cerdo. Carne encargada, comprada, guisada a tu gusto. Se deja reposar durante la noche para que aliñada, coja el gusto. Todo casero, todo medido, pero con ese márgen de “a ojo” que es tan necesario para que algo sea inconfundible y particular.
La carne es de paleta, cabecero y manto (el gordo de la panceta). Los chorizos blancos solo llevan salchichonal (un preparado de sal y diferentes especias, con sal, pimienta y nuez moscada incluídas) y ajo. Los rojos, la sal y el pimentón (23 gr. de sal y 23 de pimentón al kilo de carne; pero claro, depende de cómo sea el pimenton y basta con unos 18gr. si es fuerte, de eso te das cuenta en cuanto lo ves). También llevan clavo, pimiento y ajo machacado. Además, cuando se le meten las especias a las chichas, un buen chorro de aceite de oliva para suavizarlas no les viene nada mal.
La elaboración no es complicada. Pero sí tener la mano, la costumbre, saber cómo.
Las tripas ya se han preparado de antemano también, unas más anchas y otras más estrechas. Después de lavarlas hay que coserlas por un extremo. Y ahí se dejan, en agua, con vinagre y una cáscara de limón o naranja para aliviar el olor.
A la hora de hacer los chorizos y salchichones, la mano sabia debe estar al tanto todo, para cualquier detalles. Aunque es el trabajo de más de uno: quien le da a la máquina, quien sostiene la tripa mientras se va llenando y decide cuánto entra y dónde termina, otro anudando el extremo final de la tripa con la cuerda y haciendo la somosta (el nudo final), alguien más para picar el chorizo para que salga el aire caprichoso si es que hay, y que respire y se asiente un poco la carne, (y picar sobretodo los corujones, acuérdate) y ya, al final, pasarles un paño para secarlos y quitarles la rebaba, y colgarlos en el tenderete artificial en esa bodega que está más fresca porque ahora ya no hay cocinas con chimenea y lumbre de leña en el suelo, ni con con techos de travesaños con puntas clavadas donde poder colgar el embutido, ni humo, ni aire de la sierra colandose por puertas mal ajustadas.
Y el otro nudo para poderlo colgar
En pocos días, los más crudos para asar. Los demás, para el resto del año.
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