Hace tres o cuatro años alguien me regaló un pequeño mapa que había comprado en una tienda de antigüedades cerca de Madison: era del año 1900 y era de Salamanca. ¿Cómo es posible que algo así llegara a un pequeño pueblecito de Wisconsin? Me asombró entonces y me sigue asombrando ahora, no sólo por el hecho de que estuviera ahí sino porque la única razón por la que esta persona lo nota es porque sabe que soy de Salamanca; lo compra y me lo regala
Aquí lo tengo, como parte de esa colección de pequeños trofeos que uno acumula a lo largo de la vida. En este caso, ni siquiera es mi triunfo sino el del azar. Lo recibí por casualidad, porque alguien quiso compartir conmigo ese destino de encuentros, coincidencias y entregas.
Esta noche nos sentamos a cenar afuera. El vino sobre la mesa no sólo es de Castilla y León sino que además se llama Viña Salamanca. (¿Cómo era eso que me contabas de la globalización?)
Entonces y ahora, coincidencias. Entonces con alguien menos conocido, hoy con ese manojo de amigos y personas queridas y cercanas que son como tu segunda familia: están a tu lado, te apoyan a ciegas pero también te critican con bondadosa inteligencia, te adoran sin saber por qué, te dicen y te desdicen mientras se dicen y desdicen a ellos mismos de forma vital y sin engaños. Recíprocamente, tú haces y sientes lo mismo por ellos. Todo un mundo, como la noche y su luna creciente.
2 comentarios:
¡Qué buenos amigos tienes! Me imagino tu sorpresa al recibir el mapa...
Acabo de leer un ensayo acerca de cómo los leoneses y los castellanos identificamos España con nuestra propia provincia; llevamos tan dentro nuestra patria chica, que cualquier referencia nos toca enseguida la fibra más sensible del corazón.
¡Y cómo no iba a hacerlo cuando estás a miles de kilómetros!
Saludos ultramarinos.
Creo que es por eso de estar tan lejos por lo que llama más la atención toparse con esas cosas.
Un abrazo
Publicar un comentario