sábado, junio 30, 2007

La ciudad y sus transeúntes ocasionales

No se esconde la ciudad, ni la vida en ella, ni los pliegues de sus capas sociales con todas sus idiosincracias cuando quienes la viven en invierno la desalojan y quienes llegan para los meses de verano aún no la habitan con acoso. Todavía somos nosotros (digo, como si viviera aquí cada día del año) y todavía se vive lo cotidiano en toda su simplicidad, las mañanas de golondrinas despertando y alborotando el cielo azul crispado de noche fresca, calles desperezándose al ritmo de sus vigilantes, gentes marcando el decir de las horas, quioscos que puntualmente abren, aceras que alguien limpia, parques con otro reloj particular que sabe de sus grupos habituales de gente, las parejas que se cautivan, los amigos que se esperan, el transeúnte ocasional.
Si te acercas al mercado de San Juan, aunque sea un poco tarde, todavía puedes encontrar ajos, comprarlos a un precio módico e incluso hablar con el ajero que te cuenta que ya a esas horas de la mañana ha vendido casi toda su mercancia, lo cual significa que sus ajos son buenos

Lo cotidiano, ese aperitivo de las doce y media o la una, esas terrazas en puntos de encrucijada y encuentro, los de siempre sentados, el transeúnte ocasional charlando con algún conocido con quien se encuentra mientras vuelve a casa con la compra y el pan de la mano

Es a esas horas del día cuando buscas la sombra y caminas deprisa escondiéndote del sol. Atajas, rompes el rumbo habitual y calculas el desvío sólo para encontrar ese inevitable mediodía dibujado en el cielo límpido y las piedras reclamando el triunfo de su luz en medio del desmedido vacío

Y si tienes tiempo, un desvío más por la trasera de San Marcos, territorio de pocos bajo el sol inflexible


Al final del día, esa silueta se presenta reclamando atenciones y peinándose para una noche que huele a verano y destila rumores. Es ella, reina galante. Mírame te dice, ¿puedes verme? Aquí me tienes, bajo ese rubor y ese callado abanico de colores


No se acaba el día. Un capricho nos lleva a difrutar de una cena a un mesón donde hacía muchos años que no íbamos. Es tarde y el sitio está vacío. Huele a campo. Desde la ventana vemos cómo la luna sube léntamente. Son las 11 de la noche cuando el lugar se empieza a llenar de comensales. Esa es la hora y el hábito. Ahí nos sentamos a saborear suculentos platos regionales, ensaladas y carnes bien sazonadas y preparadas "en su punto"

Este espacio se llenó luego de otros transeúntes ocasionales que, como nosotros, probablemente enlazaron los hilos de otra historia.

2 comentarios:

Mariano Zurdo dijo...

Preciosa descripción de una ciudad. Tus palabras son las de una persona que vive en ella cada día del año aunque no esté allí.
Besos.

Raquel dijo...

Gracias mariano. No había planeado estar hablando de ella así pero tuvo el antojo y se dejó.
Un abrazo