A veces los días se dejan ir así, como si vinieran amablemente y se fueran de la misma forma, sin exigencias, sin prisas. Las cosas que en ellos pasan tienen su razón de ser y cada momento, su color, el que sea, el que tú le des. Son días que llevan esa insignia de calma, de sosiego, de perderse entre sus rincones. Te pierdes y apareces más tarde, sin saber muy bien qué has hecho, cómo fue que ese tiempo se deslizó, a dónde se fue.
Pero sí, hubo un ensayo largo, las manos dejándose llevar por la memoria, conversaciones distraídas y sin ambiciones, una cena sencilla en un restaurante vietnamita donde la comida siempre se siente fresca, casi casera y -como diría una buena amiga- honesta. Y ya cuando regresas, de noche, piensas que sería bueno que fuera sábado de nuevo para poder tener un día más para tí, volver a vivirlo con esa calma y sosiego, divagar sin rumbo, hacer pero como hacer.
Termino de ordenar las fotos del viaje a Puerto Rico. Todo viene de nuevo: momentos, sensaciones, colores, personas, formas, lenguajes, sabores, olores, luces, paisajes, silencios, conversaciones, músicas. Vida. Esta imagen se me queda en la mente. Es del atardecer del sábado, hace casi ya una semana. Íbamos camino a Guayama.
Pudimos escuchar al sol deslizarse tras las nubes, hacer su recorrido diario para dar paso a una noche necesaria, a una luna llena que quería pasear su hermosura.
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