Es tu cumpleaños. Te llamo para felicitarte. Salgo a caminar cuando el sol asoma entre rendijas. Camino y voy pensando en tí. Naciste hace veinte años. Recuerdo muy bien tu infancia. Recuerdo especialmente tus veranos, el tiempo que mamá pasaba contigo, los mimos y el cuidado que te otorgaba. Eras un niño grande y risueño. Mucho ha pasado desde entonces.
Comprendo tus veinte, o los miro con ese entendimiento que esta edad mía me deja, una edad en la que aun la memoria es fiel a lo vivido en mis propios veinte, que convive con ella misma, con otras más jóvenes y con otras mucho más mayores también. (¿No será que más que edad es personalidad?).
Alguien me dijo una vez que cuando se cumplen los cuarenta se empieza a ser más feliz. No creo que haya una norma ni que las edades traigan etiqueta. Sí, cierta calma empieza a fortalecerse por dentro. Pero siguen surgiendo laberintos y las emociones siguen siendo ambiciosas. La vida, vivida con intensidad. Es una intensidad distinta, una plenitud diferente. Pero nada es permanente, inmóvil. Ni a esta ni a otro edad. La única estabilidad viene de un centro que va fortaleciéndose con la búsqueda de su propio equilibrio.
Que la vida nos siga seduciendo. Que podamos seguir sintiendo su intensidad, idas y venidas, espirales, vueltas, encuentros y desencuentros. A cualquier edad. Y que todo lo podamos vivir con lujo de emociones y claridad de pensamientos.
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