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Esta niña me deja muchas sonrisas interiores. Su alegría me envuelve, su juego, su forma de relacionarse con los demás, la frescura de su forma de pensar, la niñez y la madurez reunidas, el saber dónde viven los límites y cuándo (aunque tal vez no siempre) poderlos o no romper. Ella, junto a otras niñas y niños de 6, 7 y 8 años a quienes vivo de cerca, me deja ver otra parte de la vida. Veo cómo crece esta generación de pequeños con mente despierta y rica imaginación, quén vive, qué les interesa, de qué habla, cómo se abren junto a padres que les ayudan a florecer, o cómo se cierran. La mayoría de las veces veo cómo los padres les abren el camino y con intuición sabia les hacen ver cosas, sin imponer, tratando de que sean felices pero asegurándose de que entiendan también sus obligaciones y responsabilidades. También existe el otro lado, una permisividad exagerada que lleva al niño a tener el control y a mantenerlo cuando se da cuenta de que es él quien sostiene y mueve las cuerdas de la marioneta.
Me siento afortunada por poder disfrutar de muchas cosas buenas de estos niños de corazón grande que ya, a su edad, respetan y son conscientes de mucho de lo que yo misma respeto a nivel personal y social. Es esperanzador.
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En otra sociedad, en otro lugar, otros niños viven algo muy distinto: es la otra cara de la moneda, la otra realidad. Guillermo Anderson cuenta
aquí de los niños que trabajan en Honduras.
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