Comienza ese viaje tan esperado para el que dejo la mente en blanco, la impaciencia colgada en el armario para que no interrumpa el devenir de los aconteceres, lo que vaya a ser.
El primer trayecto del viaje lo hago en coche. Llueve de Madison a Milwaukee sin cesar, con esa lluvia insistente e intensa como si se hubiera roto un mundo pedazos y hubiera que llorar toda la pena, muy fuerte y desesperada a ratos. Recogo a los dos pasajeros que me acompañan y el trayecto de Milwaukee a Chicago se hace breve. Llegamos con tiempo suficiente para parar a comer algo. Ahí, en uno de los corredores donde están todos los puestos inimaginables de comida rápida, pasa la historia más graciosa, la escena más peculiar por natural, por compartida entre pasajeros que cruzan sus destinos en ese momento.
Somos tres y buscamos un sitio para sentarnos. No hay muchos espacios vacíos pero ahí vemos varias mesas juntas y hasta una chica que está sentada cerca nos dice que nos puede dejar el sitio. Nos sentamos dándole las gracias y diciéndole que tal vez se arrepienta de la invitación porque no vamos a regalarle calma sino alboroto. "No os preocupéis", dice, "trabajo con niños con problemas de comportamiento y después de eso, creo que os podré sorportar". Charlamos con ella. Pregunta si nuestro avión está retrasado, que el suyo ya lleva tres horas. Va a Kansas para una fiesta de despedidad de soltera de su mejor amiga. La conversación discurre fácil, pregunta dónde vamos y por qué salimos desde Chicago, si estamos en tránsito, si somos familia –sí, no, hacemos bromas- y le explicamos la conexión entre los tres, Pancho, Selim y yo, por qué Milwaukee y Madison, cómo la música conecta al doctor guitarrista, al físico músico y a la "símplemente" músico.
A la conversación se une otro señor que hace poco se sentó cerca y que ya antes anotó que ayer, su vuelo de Nueva York a Chicago llegó con seis horas de retraso. Después de escuchar que Selim es de Turquía le pregunta algo relacionado con su trabajo (presidente de 3lab, una compañía que trabaja con productos de cosmética) y cuenta que ahora en Turquía han cambiado mucho las cosas, que hay más poder adquisitivo, que en los centros comerciales hay demanda por tiendas de cosmética y que pronto viajará a Turquía para ver todo eso y ver la posibilidd de abrir ahí su mercado. Que qué piensa Selim.
Y la conversación sigue sobre el trabajo de ella, las nuevas generaciones de niños y adolescentes, las nuevas formas de aprender. El señor, de Nueva York, cuenta que en algunas escuelas ya no están enseñando a escribir caligrafía, con lápiz y papel, que los ordenadores son exigidos. También la conversación gira en torno a los mensajes de texto telefónicos, al teléfono móvil, al chatting en internet y esta generación que se comunica de forma tan diferente a como él, por ejemplo, lo hacía, creciendo en el Bronx con su madre que le mandaba a jugar a la calle y se buscaba la vida con los otros veinte chiquillos de su calle. Y su hija, dice, con su grupo de amigos, no puede ponerse de acuerdo sobre qué película ir a ver porque cada uno quiere una, porque hay mil opciones, porque en lugar de reunirse y decidir en persona qué es lo que van a hacer o dónde van a ir, la comunicación se hace por escrito, con mil mensajes de ida y vuelta, otra forma de vivir que no deja mucho espacio para la socialización y para desarrollar las habilidades de comunicación social de las personas -o al menos la comunicación tal y como la hemos conocido hasta ahora-. Con ese tema, de forma espontánea se une a la conversación otro señor sentado al final de las mesas. Él dice que internet hace a los niños más inteligentes. Y el neoyorkino protesta y dice que no, que es sólo que los niños ahora están expuestos a muchas más cosas, las opciones son infinitas y las posibilidades de participar en muchas cosas, más accessibles y al alcance de la mano.
Lo interesante es el momento, esta mesa de desconocidos que por un rato se juntan y cruzan conversaciones con tal naturalidad y facilidad, sintiéndose cómodos, como el grupo de amigos que cada día baja al bar a tomar el café y echar la partida.
Intercambiamos tarjetas. Ella se llama Melissa y él Spencer. Y este rato nos deja saber que los aeropuertos son esa ciudad enorme habitada por desconocidos que a veces te regalan sorpresas agradables. Este comienzo de viaje, amable, diferente.
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