Después de una mañana de museo egipcio y de un asombro infinito por la tumba de Tutankamon y las ofrendas en ella encontradas; y después de una pasión definitiva por lo intricado, la armonía y lo delicado de la mezquita de Mohamed Aku en la ciudadela, un té en el centro con nuestro improvisado guía nocturno -que nos está acercando a esa otra vida un poco más real que la del turista- y un paseo por calles de tiendas abiertas hasta la una de la madrugada, cines con colas de espera,

algún que otro bar donde sentarse a tomar un helado, o café, té, refrescos o cervezas, esa pastelería en la que siempre parece haber mucha gente, muchas zapaterías, tiendas de ropas, tiendas de maletas, chicos paseando agarrados del brazo, gente que nos mira al pasar y nos dicen “welcome to Cairo”, los chicos tan apuestos, el tráfico y el claxon imparable, los faros de los coches apagados, el paso de peatones que no se respeta, la mezcla, la mujer tapada casi por completo y a la que solo se le ven los ojos, o la que solo lleva un velo, o esa otra de porte “moderno” y más “europeo”. Gente de paso seguro, presta a la sonrisa, la charla. Calles sin muchos mendigos, a pesar del desorden, la basura –que es no es tanta en el centro pero exagerada en el distrito de Giza, sí, donde está nuestro hotel de varias estrellas pero donde la marginalidad sostiene el pulso de la zona-.Aún tratando de encontrarle el sentido a todas las capas sociales que aquí comparten y habitan, entender por qué esa aceptación del contraste social como parte de la vida, los ricos sosteniendo y manteniendo la existencia de los pobres y viceversa. Por qué necesito seguir pensando que solo cuando alguien tiene la capacidad de poder elegir es cuando se tiene libertad. Solo cuando todos podemos comer –mal o bien- sera más justo el vivir.
Me faltan las palabras, las imágenes. Solo ahora, alguna que muestra la variedad, el contraste




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