Dejamos el mar con esa nostalgia que siempre nos achica con el adios. Esa es la última ola, el último suspiro de humedad detenida en las manos, tus ojos acostumbrados al destino de su inmensidad.
A lo largo del camino, esos contrastes de verdes y sequedad, regadío y secano, alcornoques, olivo, grano. Nunca un paisaje detenido e igual. Y pueblos blancos adornados de azules o amarillos. Siempre blancos, ordenados en su espacio, sus casas sin hacinar, sin atropello.
Vamos subiendo, dejamos atrás Castelo Branco buscando Monsanto
Ya has estado. Nos dices que realmente merece la pena. Merece. Y mucho. A su vera, el valle se extiende verde y fecundo, una de sus montañas revestida de verde; en la otra, atalayas de castillo y talismanes de un pueblo que sorprende más que cualquiera de sus descripciones o imágenes
Sí, el castillo medieval en lo alto, castillo del que queda un cinturón de murallas, algunas torres, las ruinas de una de sus capillas,
otra dentro del recinto. Ruinas o no, tal vez sea la altura y la mirada al valle lo que confiera al lugar ese algo fantástico y espectacular, o acaso la magnitud de sus rocas
y la construcción envolviendo piedras gigantes, apoyándose en ellas
En la ladera, el pueblo, un regalo de piedra que construido con ella y desde ella, mima sus caprichosas formas
y sus inesperadas siluetas
y rincones
Caminas entre callejuelas revestidas de piedra,
aunque también las flores encuentran su nacer y su cobijo
Su gente, amable como nadie
Montaña, castillo y pueblo, un espectáculo magnífico
¿Cuántos rincones así en Portugal? ¿En España?
Hoy regresamos a casa. Ya tarde, poco antes de llegar, la noche nos dice que estamos llegando, algo en la luminosidad de las noches tardías de verano, un respirar inconfundible.
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