Unos 100 kilómetros de costa desde Vila Nova al Cabo San Vicente, muchos pueblos en el camino. La carretera sinuosa recoge la ternura de una tierra cambiante en su verde, su vegetación dispersa, abetos y pinares entre montes baldíos. Verde que no viste exuberancias junto a un océano bravo que insistente, cuenta historias, calla, amamanta secretos, da vida, roba pareceres, acalla en sus olas.
100 kilómetros de azul, verde, azulverde, verdiazul, azulver.
Pueblos suspendidos en el tiempo, el interior recogido en sus gentes, sus pasos; el alrededor para todos los demás, los ingleses, alemanes y holandeses que gustan de venir a estas costas.
Es la dulzura de esta gente la que te enamora, te desarma, la sonrisa del desconocido, el sonido de su lengua, su amable mirar.
Hoy bajamos hasta el Algarve recorriendo la Costa Vicentina. A pesar del turismo, siento real esta parte de Portugal. Me gusta este campo, el espacio, el monte, la presencia de lo rural
Se respira un cuidado que no se ve en muchas partes turísticas españolas, tal vez una concienciación para proteger algun que otro espacio natural, algo a lo que los españoles hemos llegado demasiado tarde en muchos sitios.
Nuestra primera parada en el recorrido es Aljezur (¿acaso no es muy árabe este nombre?). El pueblo en cuesta, lo miras desde abajo, junto al puente,
el blanco estallando contra el cielo azul.
Cuando te adentras, te das cuenta de que el día sigue su curso. Como muchas otras veces, buscamos el mercado, no sólo por ver y saber qué pescado, qué frutas, qué verduras, sino por sentir el ritmo de la gente, sus formas y maneras,
sentir el pulso de quien pasea, quien comparte un cigarillo a la sombra o quien a solas se sienta dejando pasar las horas
La nacional que baja desde Vila Nova al Cabo de San Vicente es estrecha, con muchas curvas. No merece impacientarse. Antes de llegar al punto más septentrional nos desviamos para ir a Carrapateira, otro saliente al mar que no lo llaman Roca de ni cabo. Sin embargo, su mar infinito te acalla
A uno u otro lado,
su fuerza y su belleza son infinitas, y sus azules cambiantes, el regalo más exquisito
Sus gaviotas, tan elegantes y silenciosas que su hilo invisible enlaza y te lleva, te mueve sin sentir, en un suspiro, una eternidad.
Para cuando llegamos al Cabo de San Vicente, la belleza de Carrapateira se nos ha quedado tan presente que sentimos menor la altura de este cabo del sur y su fantástico acantilado. Aunque también desde allí los azules vuelven a ser insospechados y la costa perdiéndose en la distancia, una insinuación espectacular
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